lunes, 8 de septiembre de 2014

Don Quijote: La aventura de los molinos de viento y Los ejércitos de ovejas y carneros

LA AVENTURA DE LOS MOLINOS DE VIENTO

En esto, descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo; y, así como don Quijote los vio, dijo a su escudero:
–La ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear, porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta, o pocos más, desaforados gigantes, con quien pienso hacer batalla y quitarles a todos las vidas, con cuyos despojos comenzaremos a enriquecer; que ésta es buena guerra, y es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra.
–¿Qué gigantes? –dijo Sancho Panza.
–Aquellos que allí ves –respondió su amo– de los brazos largos, que los suelen tener algunos de casi dos leguas.
–Mire vuestra merced –respondió Sancho– que aquellos que allí se parecen no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que, volteadas del viento, hacen andar la piedra del molino.
–Bien parece –respondió don Quijote– que no estás cursado en esto de las aventuras: ellos son gigantes; y si tienes miedo, quítate de ahí, y ponte en oración en el espacio que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla.
Y, diciendo esto, dio de espuelas a su caballo Rocinante, sin atender a las voces que su escudero Sancho le daba, advirtiéndole que, sin duda alguna, eran molinos de viento, y no gigantes, aquellos que iba a acometer. Pero él iba tan puesto en que eran gigantes, que ni oía las voces de su escudero Sancho ni echaba de ver, aunque estaba ya bien cerca, lo que eran; antes, iba diciendo en voces altas:
–Non fuyades(no huyáis) , cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete.
Levantóse en esto un poco de viento y las grandes aspas comenzaron a moverse, lo cual visto por don Quijote, dijo:
–Pues, aunque mováis más brazos que los del gigante Briareo, me lo habéis de pagar.
Y, en diciendo esto, y encomendándose de todo corazón a su señora Dulcinea, pidiéndole que en tal trance le socorriese, bien cubierto de su rodela, con la lanza en el ristre, arremetió a todo el galope de Rocinante y embistió con el primero molino que estaba delante; y, dándole una lanzada en el aspa, la volvió el viento con tanta furia que hizo la lanza pedazos, llevándose tras sí al caballo y al caballero, que fue rodando muy maltrecho por el campo. Acudió Sancho Panza a socorrerle, a todo el correr de su asno, y cuando llegó halló que no se podía menear: tal fue el golpe que dio con él Rocinante.
–¡Válgame Dios! –dijo Sancho–. ¿No le dije yo a vuestra merced que mirase bien lo que hacía, que no eran sino molinos de viento, y no lo podía ignorar sino quien llevase otros tales en la cabeza?
  –Calla, amigo Sancho –respondió don Quijote–, que las cosas de la guerra, más que otras, están sujetas a continua mudanza; cuanto más, que yo pienso, y es así verdad, que aquel sabio Frestón que me robó el aposento y los libros ha vuelto estos gigantes en molinos por quitarme la gloria de su vencimiento: tal es la enemistad que me tiene; mas, al cabo, han de poder poco sus malas artes contra la bondad de mi espada.
–Dios lo haga como puede –respondió Sancho Panza.
Y, ayudándole a levantar, tornó a subir sobre Rocinante, que medio despaldado estaba.



LOS EJÉRCITOS DE OVEJAS Y CARNEROS

En estos coloquios iban don Quijote y su escudero, cuando vio don Quijote que por el camino que iban venía hacia ellos una grande y espesa polvareda y, en viéndola, se volvió a Sancho y le dijo:
—Este es el día, ¡oh Sancho!, en el cual se ha de ver el bien que me tiene guardado mi suerte; este es el día, digo, en que se ha de mostrar, tanto como en otro alguno, el valor de mi brazo, y en el que tengo de hacer obras que queden escritas en el libro de la fama por todos los venideros siglos. ¿Ves aquella polvareda que allí se levanta, Sancho? Pues toda es cuajada de un copiosísimo ejército que de diversas e innumerables gentes por allí viene marchando.
—A esa cuenta, dos deben de ser —dijo Sancho—, porque desta parte contraria se levanta asimesmo otra semejante polvareda.
Volvió a mirarlo don Quijote y vio que así era la verdad y, alegrándose sobremanera, pensó sin duda alguna que eran dos ejércitos que venían a embestirse y a encontrarse en mitad de aquella espaciosa llanura. Porque tenía a todas horas y momentos llena  la cabeza de la fantasía de aquellas batallas, encantamientos, sucesos, desatinos, amores, desafíos, que en los libros de caballerías se cuentan, y todo cuanto hablaba, pensaba o hacía era encaminado a cosas semejantes. Y la polvareda que había visto la levantaban dos grandes manadas de ovejas y carneros que por aquel mismo camino de dos diferentes partes venían, las cuales, con el polvo, no se echaron de ver hasta que llegaron cerca. Y con tanto ahínco afirmaba don Quijote que eran ejércitos, que Sancho lo vino a creer y a decirle:
—Señor, pues ¿qué hemos de hacer nosotros?
—¿Qué? —dijo don Quijote—. Favorecer y ayudar a los menesterosos y desvalidos. Y has de saber, Sancho, que este que viene por nuestra frente le conduce y guía el grande emperador Alifanfarón señor de la grande isla Trapobana; este otro que a mis espaldas marcha es el de su enemigo, el rey de los garamantas, Pentapolín del Arremangado Brazo, porque siempre entra en las batallas con el brazo derecho desnudo.
—Pues ¿por qué se quieren tan mal estos dos señores? —preguntó Sancho.
—Quiérense mal —respondió don Quijote— porque este Alifanfarón es un furibundo pagano  y está enamorado de la hija de Pentapolín, que es una muy fermosa y además agraciada señora y es cristiana, y su padre no se la quiere entregar al rey pagano, si no deja primero la ley de su falso profeta Mahoma y se vuelve a la suya.
—¡Para mis barbas—dijo Sancho—, si no hace muy bien Pentapolín, y que le tengo de ayudar en cuanto pudiere!
—En eso harás lo que debes, Sancho —dijo don Quijote—, porque para entrar en batallas semejantes no se requiere ser armado caballero.
—Bien se me alcanza eso—respondió Sancho—, pero ¿dónde pondremos a este asno que estemos ciertos de hallarle después de pasada la refriega? Porque el entrar  en ella en semejante caballería no creo que está en uso hasta agora.
—Así es verdad —dijo don Quijote—. Lo que puedes hacer dél es dejarle a sus aventuras, ora se pierda o no, porque serán tantos los caballos que tendremos después que salgamos vencedores, que aun corre peligro Rocinante no le trueque por otro. Pero estáme atento y mira, que te quiero dar cuenta de los caballeros más principales que en estos dos ejércitos vienen. Y para que mejor los veas y notes, retirémonos a aquel altillo que allí se hace de donde se deben de descubrir los dos ejércitos.
¡Válgame Dios, y cuántas provincias dijo, cuántas naciones nombró, dándole a cada una con maravillosa presteza los atributos que le pertenecían, todo absorto y empapado en lo que había leído en sus libros mentirosos!
Estaba Sancho Panza colgado de sus palabras, sin hablar ninguna, y de cuando en cuando volvía la cabeza a ver si veía los caballeros y gigantes que su amo nombraba; y como no descubría a ninguno, le dijo:
—Señor, encomiendo mi alma  al diablo hombre, ni gigante, ni caballero de cuantos vuestra merced dice parece por todo esto. A lo menos, yo no los veo. Quizá todo debe ser encantamiento, como las fantasmas de anoche.
—¿Cómo dices eso? —respondió don Quijote—. ¿No oyes el relinchar de los caballos, el tocar de los clarines, el ruido de los tambores?
—No oigo otra cosa —respondió Sancho— sino muchos balidos de ovejas y carneros.
Y así era la verdad, porque ya llegaban cerca los dos rebaños.
—El miedo que tienes —dijo don Quijote— te hace, Sancho, que ni veas ni oigas, nada  porque uno de los efectos del miedo es turbar los sentidos y hacer que las cosas no parezcan lo que son; y si es que tanto temes, retírate a una parte y déjame solo, que solo basto a dar la victoria a la parte a quien yo diere mi ayuda.
Y, diciendo esto, puso las espuelas a Rocinante y, puesta la lanza en el ristre, bajó como un rayo.
Diole voces Sancho, diciéndole:
—Vuélvase vuestra merced, señor don Quijote, que voto a Dios que son carneros y ovejas las que va a embestir. Vuélvase, ¡desdichado del padre que me engendró¡ ¿Qué locura es esta? Mire que no hay gigante ni caballero alguno, ni gatos, ni armas, ni escudos partidos ni enteros, ni veros azules ni endiablados. ¿Qué es lo que hace? ¡Pecador soy yo a Dios¡
Ni por esas volvió don Quijote, antes en altas voces iba diciendo:
—¡Ea, caballeros, los que seguís y militáis debajo de las banderas del valeroso emperador Pentapolín del Arremangado Brazo, seguidme todos! ¡Veréis cuán fácilmente le doy venganza de su enemigo Alifanfarón de la Trapobana!
Esto diciendo, se entró por medio del escuadrón de las ovejas y comenzó a dar lanzazos con tanto coraje y denuedo como si de veras alanceara a sus mortales enemigos. Los pastores y ganaderos que con la manada venían dábanle voces que no hiciese aquello; pero, viendo que no aprovechaban, desciñéronse las hondas y comenzaron a saludarle los oídos con piedras como el puño. Don Quijote no se cuidaba de las piedras, antes, discurriendo a todas partes, decía:
—¿Adónde estás, soberbio Alifanfarón? Vente a mí, que un caballero solo soy, que desea, de solo a solo probar tus fuerzas y quitarte la vida, en pena de la que das al valeroso Pentapolín Garamanta.
Llegó en esto una peladilla de arroyo (piedra) y, dándole en un lado, le sepultó dos costillas en el cuerpo. Viéndose tan maltrecho, creyó sin duda que estaba muerto o malherido y, acordándose de su licor, sacó su alcuza y púsosela a la boca y comenzó a echar licor en el estómago; mas antes que acabase de envasar lo que a él le parecía que era bastante, llegó otra almendra  (piedra) y diole en la mano y en el alcuza tan de lleno, que se la hizo pedazos, llevándole de camino tres o cuatro dientes y muelas de la boca y machucándole malamente dos dedos de la mano.
Tal fue el golpe primero y tal el segundo, que le fue forzoso al pobre caballero dar consigo del caballo abajo. Llegáronse a él los pastores y creyeron que le habían muerto y, así, con mucha prisa recogieron su ganado y cargaron de las reses muertas que pasaban de siete, y sin averiguar otra cosa se fueron.


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