sábado, 29 de noviembre de 2014
COMPLEMENTOS DEL VERBO
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lunes, 27 de octubre de 2014
jueves, 16 de octubre de 2014
viernes, 12 de septiembre de 2014
Muerte de don Quijote
De cómo don Quijote cayó malo, y del
testamento que hizo, y su muerte.
Hizo salir la gente el cura, y quedóse solo con él, y confesóle.
El bachiller fue por el escribano, y de allí a poco volvió con él y con Sancho Panza; el cual Sancho, que ya sabía por nuevas del bachiller en qué estado estaba su señor, hallando a la ama y a la sobrina llorosas, comenzó a hacer pucheros y a derramar lágrimas. Acabóse la confesión, y salió el cura, diciendo:
-Verdaderamente se muere, y verdaderamente está cuerdo Alonso Quijano el Bueno; bien podemos entrar para que haga su testamento.
Estas nuevas dieron un terrible empujón a los ojos preñados de ama, sobrina y de Sancho Panza, su buen escudero, de tal manera, que los hizo reventar las lágrimas de los ojos y mil profundos suspiros del pecho; porque, verdaderamente, como alguna vez se ha dicho, en tanto que don Quijote fue Alonso Quijano el Bueno, a secas, y en tanto que fue don Quijote de la Mancha, fue siempre de apacible condición y de agradable trato, y por esto no sólo era bien querido de los de su casa, sino de todos cuantos le conocían.
Entró el escribano con los demás, y, después de haber hecho la cabeza del testamento y ordenado su alma don Quijote, con todas aquellas circunstancias cristianas que se requieren, llegando a las mandas, dijo:
-Ítem, es mi voluntad que de ciertos dineros que Sancho Panza, a quien en mi locura hice mi escudero, tiene, que, porque ha habido entre él y mí ciertas cuentas, y dares y tomares, quiero que no se le haga cargo dellos, ni se le pida cuenta alguna, sino que si sobrare alguno, después de haberse pagado de lo que le debo, el restante sea suyo, que será bien poco, y buen provecho le haga; y, si como estando yo loco fui parte para darle el gobierno de la ínsula, pudiera agora, estando cuerdo, darle el de un reino, se le diera, porque la sencillez de su condición y fidelidad de su trato lo merece.
Y, volviéndose a Sancho, le dijo:
-Perdóname, amigo, de la ocasión que te he dado de parecer loco como yo, haciéndote caer en el error en que yo he caído, de que hubo y hay caballeros andantes en el mundo.
-¡Ay! -respondió Sancho, llorando-: no se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía. Mire no sea perezoso, sino levántese desa cama, y vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado: quizá tras de alguna mata hallaremos a la señora doña Dulcinea desencantada, que no haya más que ver. Si es que se muere de pesar de verse vencido, écheme a mí la culpa, diciendo que por haber yo cinchado mal a Rocinante le derribaron; cuanto más, que vuestra merced habrá visto en sus libros de caballerías ser cosa ordinaria derribarse unos caballeros a otros, y el que es vencido hoy ser vencedor mañana.
El bachiller fue por el escribano, y de allí a poco volvió con él y con Sancho Panza; el cual Sancho, que ya sabía por nuevas del bachiller en qué estado estaba su señor, hallando a la ama y a la sobrina llorosas, comenzó a hacer pucheros y a derramar lágrimas. Acabóse la confesión, y salió el cura, diciendo:
-Verdaderamente se muere, y verdaderamente está cuerdo Alonso Quijano el Bueno; bien podemos entrar para que haga su testamento.
Estas nuevas dieron un terrible empujón a los ojos preñados de ama, sobrina y de Sancho Panza, su buen escudero, de tal manera, que los hizo reventar las lágrimas de los ojos y mil profundos suspiros del pecho; porque, verdaderamente, como alguna vez se ha dicho, en tanto que don Quijote fue Alonso Quijano el Bueno, a secas, y en tanto que fue don Quijote de la Mancha, fue siempre de apacible condición y de agradable trato, y por esto no sólo era bien querido de los de su casa, sino de todos cuantos le conocían.
Entró el escribano con los demás, y, después de haber hecho la cabeza del testamento y ordenado su alma don Quijote, con todas aquellas circunstancias cristianas que se requieren, llegando a las mandas, dijo:
-Ítem, es mi voluntad que de ciertos dineros que Sancho Panza, a quien en mi locura hice mi escudero, tiene, que, porque ha habido entre él y mí ciertas cuentas, y dares y tomares, quiero que no se le haga cargo dellos, ni se le pida cuenta alguna, sino que si sobrare alguno, después de haberse pagado de lo que le debo, el restante sea suyo, que será bien poco, y buen provecho le haga; y, si como estando yo loco fui parte para darle el gobierno de la ínsula, pudiera agora, estando cuerdo, darle el de un reino, se le diera, porque la sencillez de su condición y fidelidad de su trato lo merece.
Y, volviéndose a Sancho, le dijo:
-Perdóname, amigo, de la ocasión que te he dado de parecer loco como yo, haciéndote caer en el error en que yo he caído, de que hubo y hay caballeros andantes en el mundo.
-¡Ay! -respondió Sancho, llorando-: no se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía. Mire no sea perezoso, sino levántese desa cama, y vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado: quizá tras de alguna mata hallaremos a la señora doña Dulcinea desencantada, que no haya más que ver. Si es que se muere de pesar de verse vencido, écheme a mí la culpa, diciendo que por haber yo cinchado mal a Rocinante le derribaron; cuanto más, que vuestra merced habrá visto en sus libros de caballerías ser cosa ordinaria derribarse unos caballeros a otros, y el que es vencido hoy ser vencedor mañana.
En fin, llegó el último de don Quijote, después de recebidos todos los
sacramentos, y después de haber abominado con muchas y eficaces razones de los
libros de caballerías. Hallóse el escribano presente, y dijo que nunca había
leído en ningún libro de caballerías que algún caballero andante hubiese muerto
en su lecho tan sosegadamente y tan cristiano como don Quijote; el cual, entre
compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu: quiero
decir que se murió.
Viendo lo cual el cura, pidió al escribano le diese por testimonio como Alonso Quijano el Bueno, llamado comúnmente don Quijote de la Mancha, había pasado desta presente vida y muerto naturalmente…
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Viendo lo cual el cura, pidió al escribano le diese por testimonio como Alonso Quijano el Bueno, llamado comúnmente don Quijote de la Mancha, había pasado desta presente vida y muerto naturalmente…
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lunes, 8 de septiembre de 2014
Don Quijote: Capítulo XXXI
CAPÍTULO XXXI
De los
sabrosos razonamientos que pasaron entre don Quijote y Sancho Panza, su
escudero, con otros sucesos.
Todo eso no me descontenta; prosigue adelante -dijo don
Quijote-. Llegaste, ¿y qué hacía aquella reina de la hermosura? A buen seguro
que la hallaste ensartando perlas, o bordando alguna empresa con oro de
cañutillo para este su cautivo caballero.
-No la hallé -respondió Sancho- sino ahechando dos hanegas de trigo en un corral de su casa.
-Pues haz cuenta -dijo don Quijote- que los granos de aquel trigo eran granos de perlas, tocados de sus manos. Y si miraste, amigo, el trigo ¿era candeal, o trechel? -No era sino rubión -respondió Sancho.
Pero pasa adelante: cuando le diste mi carta, ¿besóla? ¿Púsosela sobre la cabeza? ¿Hizo alguna ceremonia digna de tal carta, o qué hizo?
-Cuando yo se la iba a dar -respondió Sancho-, ella estaba en la fuga del meneo de una buena parte de trigo que tenía en la criba, y díjome: ''Poned, amigo, esa carta sobre aquel costal, que no la puedo leer hasta que acabe de acribar todo lo que aquí está''.
-¡Discreta señora! -dijo don Quijote-. Eso debió de ser por leerla despacio y recrearse con ella. Adelante, Sancho: y, en tanto que estaba en su menester, ¿qué coloquios pasó contigo? ¿Qué te preguntó de mí? Y tú, ¿qué le respondiste? Acaba, cuéntamelo todo; no se te quede en el tintero una mínima.
-Ella no me preguntó nada -dijo Sancho-, mas yo le dije de la manera que vuestra merced, por su servicio, quedaba haciendo penitencia, desnudo de la cintura arriba, metido entre estas sierras como si fuera salvaje, durmiendo en el suelo, sin comer pan a manteles ni sin peinarse la barba, llorando y maldiciendo su fortuna.
-En decir que maldecía mi fortuna dijiste mal -dijo don Quijote-, porque antes la bendigo y bendeciré todos los días de mi vida, por haberme hecho digno de merecer amar tan alta señora como Dulcinea del Toboso.
-Tan alta es -respondió Sancho-, que a buena fe que me lleva a mí más de un coto.
-No la hallé -respondió Sancho- sino ahechando dos hanegas de trigo en un corral de su casa.
-Pues haz cuenta -dijo don Quijote- que los granos de aquel trigo eran granos de perlas, tocados de sus manos. Y si miraste, amigo, el trigo ¿era candeal, o trechel? -No era sino rubión -respondió Sancho.
Pero pasa adelante: cuando le diste mi carta, ¿besóla? ¿Púsosela sobre la cabeza? ¿Hizo alguna ceremonia digna de tal carta, o qué hizo?
-Cuando yo se la iba a dar -respondió Sancho-, ella estaba en la fuga del meneo de una buena parte de trigo que tenía en la criba, y díjome: ''Poned, amigo, esa carta sobre aquel costal, que no la puedo leer hasta que acabe de acribar todo lo que aquí está''.
-¡Discreta señora! -dijo don Quijote-. Eso debió de ser por leerla despacio y recrearse con ella. Adelante, Sancho: y, en tanto que estaba en su menester, ¿qué coloquios pasó contigo? ¿Qué te preguntó de mí? Y tú, ¿qué le respondiste? Acaba, cuéntamelo todo; no se te quede en el tintero una mínima.
-Ella no me preguntó nada -dijo Sancho-, mas yo le dije de la manera que vuestra merced, por su servicio, quedaba haciendo penitencia, desnudo de la cintura arriba, metido entre estas sierras como si fuera salvaje, durmiendo en el suelo, sin comer pan a manteles ni sin peinarse la barba, llorando y maldiciendo su fortuna.
-En decir que maldecía mi fortuna dijiste mal -dijo don Quijote-, porque antes la bendigo y bendeciré todos los días de mi vida, por haberme hecho digno de merecer amar tan alta señora como Dulcinea del Toboso.
-Tan alta es -respondió Sancho-, que a buena fe que me lleva a mí más de un coto.
-Pues, ¿cómo, Sancho? -dijo don Quijote-.
¿Haste medido tú con ella? -Medíme en esta manera -respondió Sancho-: que, llegándole a ayudar a poner un costal de trigo sobre un jumento, llegamos tan juntos que eché de ver que me llevaba más de un gran palmo.
-Pues ¡es verdad -replicó don Quijote- que no acompaña esa grandeza y la adorna con mil millones y gracias del alma! Pero no me negarás, Sancho, una cosa: cuando llegaste junto a ella, ¿no sentiste un olor sabeo, una fragancia aromática, y un no sé qué de bueno, que yo no acierto a dalle nombre? Digo, ¿un tuho o tufo como si estuvieras en la tienda de algún curioso guantero?
-Lo que sé decir -dijo Sancho- es que sentí un olorcillo algo hombruno; y debía de ser que ella, con el mucho ejercicio, estaba sudada y algo correosa.
-No sería eso -respondió don Quijote-, sino que tú debías de estar romadizado, o te debiste de oler a ti mismo; porque yo sé bien a lo que huele aquella rosa entre espinas, aquel lirio del campo, aquel ámbar desleído.
-Todo puede ser -respondió Sancho-, que muchas veces sale de mí aquel olor que entonces me pareció que salía de su merced de la señora Dulcinea; pero no hay de qué maravillarse, que un diablo parece a otro.
-Y bien -prosiguió don Quijote-, he aquí que acabó de limpiar su trigo y de enviallo al molino.¿Qué hizo cuando leyó la carta?
-La carta -dijo Sancho- no la leyó, porque dijo que no sabía leer ni escribir; antes, la rasgó y la hizo menudas piezas, diciendo que no la quería dar a leer a nadie, porque no se supiesen en el lugar sus secretos….
¿Haste medido tú con ella? -Medíme en esta manera -respondió Sancho-: que, llegándole a ayudar a poner un costal de trigo sobre un jumento, llegamos tan juntos que eché de ver que me llevaba más de un gran palmo.
-Pues ¡es verdad -replicó don Quijote- que no acompaña esa grandeza y la adorna con mil millones y gracias del alma! Pero no me negarás, Sancho, una cosa: cuando llegaste junto a ella, ¿no sentiste un olor sabeo, una fragancia aromática, y un no sé qué de bueno, que yo no acierto a dalle nombre? Digo, ¿un tuho o tufo como si estuvieras en la tienda de algún curioso guantero?
-Lo que sé decir -dijo Sancho- es que sentí un olorcillo algo hombruno; y debía de ser que ella, con el mucho ejercicio, estaba sudada y algo correosa.
-No sería eso -respondió don Quijote-, sino que tú debías de estar romadizado, o te debiste de oler a ti mismo; porque yo sé bien a lo que huele aquella rosa entre espinas, aquel lirio del campo, aquel ámbar desleído.
-Todo puede ser -respondió Sancho-, que muchas veces sale de mí aquel olor que entonces me pareció que salía de su merced de la señora Dulcinea; pero no hay de qué maravillarse, que un diablo parece a otro.
-Y bien -prosiguió don Quijote-, he aquí que acabó de limpiar su trigo y de enviallo al molino.¿Qué hizo cuando leyó la carta?
-La carta -dijo Sancho- no la leyó, porque dijo que no sabía leer ni escribir; antes, la rasgó y la hizo menudas piezas, diciendo que no la quería dar a leer a nadie, porque no se supiesen en el lugar sus secretos….
Don Quijote: La aventura de los molinos de viento y Los ejércitos de ovejas y carneros
LA AVENTURA DE LOS MOLINOS DE VIENTO
En esto, descubrieron
treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo; y, así como don
Quijote los vio, dijo a su escudero:
–La ventura va guiando
nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear, porque ves allí, amigo
Sancho Panza, donde se descubren treinta, o pocos más, desaforados gigantes,
con quien pienso hacer batalla y quitarles a todos las vidas, con cuyos
despojos comenzaremos a enriquecer; que ésta es buena guerra, y es gran
servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra.
–¿Qué gigantes? –dijo
Sancho Panza.
–Aquellos que allí ves
–respondió su amo– de los brazos largos, que los suelen tener algunos de casi
dos leguas.
–Mire vuestra merced
–respondió Sancho– que aquellos que allí se parecen no son gigantes, sino
molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que,
volteadas del viento, hacen andar la piedra del molino.
–Bien parece –respondió
don Quijote– que no estás cursado en esto de las aventuras: ellos son gigantes;
y si tienes miedo, quítate de ahí, y ponte en oración en el espacio que yo voy
a entrar con ellos en fiera y desigual batalla.
Y, diciendo esto, dio de
espuelas a su caballo Rocinante, sin atender a las voces que su escudero Sancho
le daba, advirtiéndole que, sin duda alguna, eran molinos de viento, y no
gigantes, aquellos que iba a acometer. Pero él iba tan puesto en que eran
gigantes, que ni oía las voces de su escudero Sancho ni echaba de ver, aunque
estaba ya bien cerca, lo que eran; antes, iba diciendo en voces altas:
–Non fuyades(no huyáis) ,
cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete.
Levantóse en esto un poco
de viento y las grandes aspas comenzaron a moverse, lo cual visto por don
Quijote, dijo:
–Pues, aunque mováis más
brazos que los del gigante Briareo, me lo habéis de pagar.
Y, en diciendo esto, y
encomendándose de todo corazón a su señora Dulcinea, pidiéndole que en tal
trance le socorriese, bien cubierto de su rodela, con la lanza en el ristre,
arremetió a todo el galope de Rocinante y embistió con el primero molino que
estaba delante; y, dándole una lanzada en el aspa, la volvió el viento con
tanta furia que hizo la lanza pedazos, llevándose tras sí al caballo y al
caballero, que fue rodando muy maltrecho por el campo. Acudió Sancho Panza a
socorrerle, a todo el correr de su asno, y cuando llegó halló que no se podía
menear: tal fue el golpe que dio con él Rocinante.
–¡Válgame Dios! –dijo
Sancho–. ¿No le dije yo a vuestra merced que mirase bien lo que hacía, que no
eran sino molinos de viento, y no lo podía ignorar sino quien llevase otros
tales en la cabeza?
–Calla, amigo Sancho –respondió don Quijote–,
que las cosas de la guerra, más que otras, están sujetas a continua mudanza;
cuanto más, que yo pienso, y es así verdad, que aquel sabio Frestón que me robó
el aposento y los libros ha vuelto estos gigantes en molinos por quitarme la
gloria de su vencimiento: tal es la enemistad que me tiene; mas, al cabo, han
de poder poco sus malas artes contra la bondad de mi espada.
–Dios lo haga como puede
–respondió Sancho Panza.
Y, ayudándole a levantar,
tornó a subir sobre Rocinante, que medio despaldado estaba.
LOS EJÉRCITOS DE OVEJAS Y CARNEROS
En
estos coloquios iban don Quijote y su escudero, cuando vio don Quijote que por
el camino que iban venía hacia ellos una grande y espesa polvareda y, en
viéndola, se volvió a Sancho y le dijo:
—Este
es el día, ¡oh Sancho!, en el cual se ha de ver el bien que me tiene guardado
mi suerte; este es el día, digo, en que se ha de mostrar, tanto como en otro alguno,
el valor de mi brazo, y en el que tengo de hacer obras que queden escritas en
el libro de la fama por todos los venideros siglos. ¿Ves aquella polvareda que
allí se levanta, Sancho? Pues toda es cuajada de un copiosísimo ejército que de
diversas e innumerables gentes por allí viene marchando.
—A
esa cuenta, dos deben de ser —dijo Sancho—, porque desta parte contraria se
levanta asimesmo otra semejante polvareda.
Volvió
a mirarlo don Quijote y vio que así era la verdad y, alegrándose sobremanera,
pensó sin duda alguna que eran dos ejércitos que venían a embestirse y a
encontrarse en mitad de aquella espaciosa llanura. Porque tenía a todas horas y
momentos llena la cabeza de la fantasía
de aquellas batallas, encantamientos, sucesos, desatinos, amores, desafíos, que
en los libros de caballerías se cuentan, y todo cuanto hablaba, pensaba o hacía
era encaminado a cosas semejantes. Y la polvareda que había visto la levantaban
dos grandes manadas de ovejas y carneros que por aquel mismo camino de dos
diferentes partes venían, las cuales, con el polvo, no se echaron de ver hasta
que llegaron cerca. Y con tanto ahínco afirmaba don Quijote que eran ejércitos,
que Sancho lo vino a creer y a decirle:
—Señor,
pues ¿qué hemos de hacer nosotros?
—¿Qué?
—dijo don Quijote—. Favorecer y ayudar a los menesterosos y desvalidos. Y has
de saber, Sancho, que este que viene por nuestra frente le conduce y guía el
grande emperador Alifanfarón señor de la grande isla Trapobana; este otro que a
mis espaldas marcha es el de su enemigo, el rey de los garamantas, Pentapolín del Arremangado Brazo, porque siempre
entra en las batallas con el brazo derecho desnudo.
—Pues
¿por qué se quieren tan mal estos dos señores? —preguntó Sancho.
—Quiérense
mal —respondió don Quijote— porque este Alifanfarón es un furibundo pagano
y está enamorado de la
hija de Pentapolín, que es una muy fermosa y además agraciada señora y es
cristiana, y su padre no se la quiere entregar al rey pagano, si no deja
primero la ley de su falso profeta Mahoma y se vuelve a la suya.
—¡Para
mis barbas—dijo Sancho—, si no hace muy bien Pentapolín, y que le tengo de ayudar en cuanto pudiere!
—En
eso harás lo que debes, Sancho —dijo don Quijote—, porque para entrar en
batallas semejantes no se requiere ser armado caballero.
—Bien
se me alcanza eso—respondió Sancho—, pero ¿dónde pondremos a este asno que
estemos ciertos de hallarle después de pasada la refriega? Porque el entrar
en ella en semejante
caballería no creo que está en uso hasta agora.
—Así
es verdad —dijo don Quijote—. Lo que puedes hacer dél es dejarle a sus
aventuras, ora se pierda o no, porque serán tantos los caballos que tendremos
después que salgamos vencedores, que aun corre peligro Rocinante no le trueque
por otro. Pero estáme atento y mira, que te quiero dar cuenta de los caballeros
más principales que en estos dos ejércitos vienen. Y para que mejor los veas y
notes, retirémonos a aquel altillo que allí se hace de donde se deben de
descubrir los dos ejércitos.
¡Válgame
Dios, y cuántas provincias dijo, cuántas naciones nombró, dándole a cada una
con maravillosa presteza los atributos que le pertenecían, todo absorto y
empapado en lo que había leído en sus libros mentirosos!
Estaba
Sancho Panza colgado de sus palabras, sin hablar ninguna, y de cuando en cuando
volvía la cabeza a ver si veía los caballeros y gigantes que su amo nombraba; y
como no descubría a ninguno, le dijo:
—Señor,
encomiendo mi alma al diablo hombre, ni
gigante, ni caballero de cuantos vuestra merced dice parece por todo
esto. A lo menos, yo no los veo. Quizá todo debe ser encantamiento, como las
fantasmas de anoche.
—¿Cómo
dices eso? —respondió don Quijote—. ¿No oyes el relinchar de los caballos, el
tocar de los clarines, el ruido de los tambores?
—No
oigo otra cosa —respondió Sancho— sino muchos balidos de ovejas y carneros.
Y
así era la verdad, porque ya llegaban cerca los dos rebaños.
—El
miedo que tienes —dijo don Quijote— te hace, Sancho, que ni veas ni oigas, nada
porque uno de los efectos del
miedo es turbar los sentidos y hacer que las cosas no parezcan lo que son; y si
es que tanto temes, retírate a una parte y déjame solo, que solo basto a dar la
victoria a la parte a quien yo diere mi ayuda.
Y,
diciendo esto, puso las espuelas a Rocinante y, puesta la lanza en el ristre,
bajó como un rayo.
Diole
voces Sancho, diciéndole:
—Vuélvase
vuestra merced, señor don Quijote, que voto a Dios que son carneros y ovejas
las que va a embestir. Vuélvase, ¡desdichado del padre que me engendró¡
¿Qué locura es esta? Mire que no hay gigante ni caballero alguno, ni gatos, ni
armas, ni escudos partidos ni enteros, ni veros azules ni endiablados. ¿Qué es
lo que hace? ¡Pecador soy yo a Dios¡
Ni
por esas volvió don Quijote, antes en altas voces iba diciendo:
—¡Ea,
caballeros, los que seguís y militáis debajo de las banderas del valeroso
emperador Pentapolín del Arremangado Brazo, seguidme todos! ¡Veréis cuán
fácilmente le doy venganza de su enemigo Alifanfarón de la
Trapobana!
Esto
diciendo, se entró por medio del escuadrón de las ovejas y comenzó a dar lanzazos con tanto coraje y denuedo
como si de veras alanceara a sus mortales enemigos. Los pastores y ganaderos
que con la manada venían dábanle voces que no hiciese aquello; pero, viendo que
no aprovechaban, desciñéronse las hondas y comenzaron a saludarle los oídos con
piedras como el puño. Don Quijote no se cuidaba de las piedras, antes,
discurriendo a todas partes, decía:
—¿Adónde
estás, soberbio Alifanfarón? Vente a mí, que un caballero solo soy, que desea,
de solo a solo probar tus fuerzas y quitarte la vida, en pena de la
que das al valeroso Pentapolín Garamanta.
Llegó
en esto una peladilla de arroyo (piedra) y, dándole en un lado, le
sepultó dos costillas en el cuerpo. Viéndose tan maltrecho, creyó sin duda que
estaba muerto o malherido y, acordándose de su licor, sacó su alcuza y púsosela
a la boca y comenzó a echar licor en el estómago; mas antes que acabase de
envasar lo que a él le parecía que era bastante, llegó otra almendra (piedra) y diole en la mano y en el alcuza tan
de lleno, que se la hizo pedazos, llevándole de camino tres o cuatro dientes y
muelas de la boca y machucándole malamente dos dedos de la mano.
Tal
fue el golpe primero y tal el segundo, que le fue forzoso al pobre caballero dar
consigo del caballo abajo. Llegáronse a él los pastores y creyeron que le
habían muerto y, así, con mucha prisa recogieron su ganado y cargaron de las
reses muertas que pasaban de siete, y sin averiguar otra cosa se fueron.
Don Quijote : Capítulo I
Capítulo Primero
Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo D. Quijote de la Mancha
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre
no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en
astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más
vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados,
lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las
tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de
velludo para las fiestas con sus pantuflos de lo mismo, los días de entre semana
se honraba con su vellori de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba
de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo
y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de
nuestro hidalgo con los cincuenta años, era de complexión recia, seco de
carnes, enjuto de rostro; gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que
tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay alguna diferencia en
los autores que deste caso escriben), aunque por conjeturas verosímiles se deja
entender que se llama Quijana; pero esto importa poco a nuestro cuento; basta
que en la narración dél no se salga un punto de la verdad.
Es, pues, de saber, que este sobredicho
hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los más del año) se daba a leer
libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto
el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda; y llegó a
tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de
sembradura, para comprar libros de caballerías en que leer; y así llevó a su
casa todos cuantos pudo haber dellos; y de todos ningunos le parecían tan bien
como los que compuso el famoso Feliciano de Silva: porque la claridad de su
prosa, y aquellas intrincadas razones suyas, le parecían de perlas; y más
cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafío, donde en muchas
partes hallaba escrito: la razón de la sinrazón que a mi razón se hace,
de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra
fermosura, y también cuando leía: los altos cielos que de vuestra
divinidad divinamente con las estrellas se fortifican, y os hacen merecedora
del merecimiento que merece la vuestra grandeza. Con estas y semejantes
razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas, y
desentrañarles el sentido, que no se lo sacara, ni las entendiera el mismo
Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No estaba muy bien con las heridas
que don Belianis daba y recibía, porque se imaginaba que por grandes maestros
que le hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de
cicatrices y señales; pero con todo alababa en su autor aquel acabar su libro
con la promesa de aquella inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de
tomar la pluma, y darle fin al pie de la letra como allí se promete; y sin duda
alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos
pensamientos no se lo estorbaran.
Tuvo muchas veces competencia con el cura
de su lugar (que era hombre docto graduado en Sigüenza), sobre cuál había sido
mejor caballero, Palmerín de Inglaterra o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás,
barbero del mismo pueblo, decía que ninguno llegaba al caballero del Febo, y
que si alguno se le podía comparar, era don Galaor, hermano de Amadís de Gaula,
porque tenía muy acomodada condición para todo; que no era caballero
melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le iba
en zaga.
En resolución, él se enfrascó tanto en su
lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de
turbio en turbio, y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el
cerebro, de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo
aquello que leía en los libros, así de encantamientos, como de pendencias,
batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates
imposibles, y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda
aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había
otra historia más cierta en el mundo.
Decía
él, que el Cid Ruy Díaz había sido muy buen caballero; pero que no tenía que
ver con el caballero de la ardiente espada, que de sólo un revés había partido
por medio dos fieros y descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo del
Carpio, porque en Roncesvalle había muerto a Roldán el encantado, valiéndose de
la industria de Hércules, cuando ahogó a Anteo, el hijo de la Tierra, entre los
brazos. Decía mucho bien del gigante Morgante, porque con ser de aquella
generación gigantesca, que todos son soberbios y descomedidos, él solo era
afable y bien criado; pero sobre todos estaba bien con Reinaldos de Montalbán,
y más cuando le veía salir de su castillo y robar cuantos topaba, y cuando en
Allende robó aquel ídolo de Mahoma, que era todo de oro, según dice su
historia. Diera él, por dar una mano de coces al traidor de Galalón, al ama que
tenía y aun a su sobrina de añadidura.
En
efecto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más extraño pensamiento que
jamás dio loco en el mundo, y fue que le pareció convenible y necesario, así
para el aumento de su honra, como para el servicio de su república, hacerse
caballero andante, e irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar
las aventuras, y a ejercitarse en todo aquello que él había leído, que los
caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio, y
poniéndose en ocasiones y peligros, donde acabándolos, cobrase eterno nombre y
fama.
Imaginábase
el pobre ya coronado por el valor de su brazo por lo menos del imperio de
Trapisonda: y así con estos tan agradables pensamientos, llevado del estraño
gusto que en ellos sentía, se dió priesa a poner en efecto lo que deseaba. Y lo
primero que hizo, fue limpiar unas armas, que habían sido de sus bisabuelos,
que, tomadas de orín y llenas de moho, luengos siglos había que estaban puestas
y olvidadas en un rincón. Limpiólas y aderezólas lo mejor que pudo; pero vió
que tenían una gran falta, y era que no tenía celada de encaje, sino morrión simple;
mas a esto suplió su industria, porque de cartones hizo un modo de media
celada, que encajada con el morrión, hacía una apariencia de celada entera. Es
verdad que para probar si era fuerte, y podía estar al riesgo de una
cuchillada, sacó su espada, y le dió dos golpes, y con el primero y en un punto
deshizo lo que había hecho en una semana: y no dejó de parecerle mal la
facilidad con que la había hecho pedazos, y por asegurarse de este peligro, lo
tornó a hacer de nuevo, poniéndole unas barras de hierro por de dentro de tal
manera, que él quedó satisfecho de su fortaleza; y, sin querer hacer nueva
experiencia de ella, la diputó y tuvo por celada finísima de encaje. Fue luego
a ver a su rocín, y aunque tenía más cuartos que un real, y más tachas que el
caballo de Gonela, que tantum
pellis, et ossa fuit, le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro, ni
Babieca el del Cid con él se igualaban. Cuatro días se le pasaron en imaginar
qué nombre le podría: porque, según se decía él a sí mismo, no era razón que caballo
de caballero tan famoso, y tan bueno él por sí, estuviese sin nombre conocido;
y así procuraba acomodársele, de manera que declarase quien había sido, antes
que fuese de caballero andante, y lo que era entones: pues estaba muy puesto en
razón, que mudando su señor estado, mudase él también el nombre; y le cobrase
famoso y de estruendo, como convenía a la nueva orden y al nuevo ejercicio que
ya profesaba: y así después de muchos nombres que formó, borró y quitó, añadió,
deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al fin le vino a llamar
ROCINANTE, nombre a su parecer alto, sonoro y significativo de lo que había
sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era, que era antes y primero de
todos los rocines del mundo. Puesto nombre y tan a su gusto a su caballo, quiso
ponérsele a sí mismo, y en este pensamiento, duró otros ocho días, y al cabo se
vino a llamar DON QUIJOTE, de donde como queda dicho, tomaron ocasión los
autores de esta tan verdadera historia, que sin duda se debía llamar Quijada, y
no Quesada como otros quisieron decir. Pero acordándose que el valeroso Amadís,
no sólo se había contentado con llamarse Amadís a secas, sino que añadió el
nombre de su reino y patria, por hacerla famosa, y se llamó Amadís de Gaula,
así quiso, como buen caballero, añadir al suyo el nombre de la suya, y llamarse
DON QUIJOTE DE LA MANCHA, con que a su parecer declaraba muy al vivo su linaje
y patria, y la honraba con tomar el sobrenombre della.
Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión
celada, puesto nombre a su rocín, y confirmándose a sí mismo, se dió a entender
que no le faltaba otra cosa, sino buscar una dama de quien enamorarse, porque
el caballero andante sin amores, era árbol sin hojas y sin fruto, y cuerpo sin
alma. Decíase él: si yo por malos de mis pecados, por por mi buena suerte, me
encuentro por ahí con algún gigante, como de ordinario les acontece a los
caballeros andantes, y le derribo de un encuentro, o le parto por mitad del
cuerpo, o finalmente, le venzo y le rindo, ¿no será bien tener a quién enviarle
presentado, y que entre y se hinque de rodillas ante mi dulce señora, y diga
con voz humilde y rendida: yo señora, soy el gigante Caraculiambro, señor de la
ínsula Malindrania, a quien venció en singular batalla el jamás como se debe
alabado caballero D. Quijote de la Mancha, el cual me mandó que me presentase
ante la vuestra merced, para que la vuestra grandeza disponga de mí a su
talante? ¡Oh, cómo se holgó nuestro buen caballero, cuando hubo hecho este
discurso, y más cuando halló a quién dar nombre de su dama! Y fue, a lo que se
cree, que en un lugar cerca del suyo había una moza labradora de muy buen
parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque según se entiende, ella
jamás lo supo ni se dió cata de ello. Llamábase Aldonza Lorenzo, y a esta le
pareció ser bien darle título de señora de sus pensamientos; y buscándole
nombre que no desdijese mucho del suyo, y que tirase y se encaminase al de
princesa y gran señora, vino a llamarla DULCINEA DEL TOBOSO, porque era natural
del Toboso, nombre a su parecer músico y peregrino y significativo, como todos
los demás que a él y a sus cosas había puesto.
jueves, 4 de septiembre de 2014
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